Fueron muchos los nombres que usaron durante aquellos tres años y tiempo después, para referirse a nosotros. Nos llamaban ladrones, saqueadores, bribones, simples ratas malolientes y anárquicas, ansiosas por abalanzarse sobre un puñado de oro. O piratas. Si, también nos llamaban piratas. Pero solo hay una verdad absolutamente cierta: éramos hombres, hombres llenos de defectos y bajas pasiones, pero también virtuosos a nuestro modo, osados pero supersticiosos, más o menos optimistas o bravucones, avaros, viciosos, borrachos y viles, pero también libres y hermanos, conscientes de la efímera existencia. Hablábamos distintas lenguas y veníamos de distintos rincones del mundo, a cada cual más miserable. Rezábamos a dioses distintos, o no encomendábamos nuestras almas a ninguna entidad más allá de la fortuna. Todos éramos imperfectos, como toscas tallas llenas de astillas, que un carpintero hubiera esculpido en despojos de madera a toda prisa. Pero cuando echo la vista atrás, no recuerdo a ni uno solo de aquellos hombres, por el que no hubiese dado la vida sin dudarlo.
Como ya he dicho, todos nosotros, por separado, no éramos más que hombres, pero juntos conformábamos una pequeña patria errante, con la libertad como única enseña. Quizás lleváramos a cabo algunas acciones moralmente reprochables, pero ¿A caso importaba? Cuando todos empujan el cabrestante bajo un sol de justicia, con las estelas de sudor surcándonos la espalda, cuando achicas agua del casco inundado con un cubo, codo con codo, o cuando cortas el cuello de un hombre que está a punto de acabar con tu hermano en armas, sobre la cubierta de un navío mercante, se generan vínculo que van más allá de la ética e incluso del honor.
Han pasado muchos días desde que me uní a la tripulación del Bloodcrow. Por aquel entonces yo no era más que un niño lampiño, vestido con ropas caras e inocente como un polluelo que acaba de salir del cascarón y es curioso, como a pesar de haber vivido incontables venturas y desventuras y tras probablemente haber agotado casi toda la suerte que me queda para el resto de mi vida, aún recuerdo vívidamente, la cara escéptica de James Hunter, nuestro capitán, la primera vez que me tuvo ante sus ojos y también recuerdo la primera frase que me dedicó, mientras esbozaba una media sonrisa confiada y temeraria: “En el mar, lo único que importa es cuán grande es tu voluntad para hacer valer la ley de tu acero y la certeza de que por muy grande que seas, siempre habrá un pez mayor que tú”
Autor: Alejandro Rueda. Twitter: @Alexpinette FB: Alex Rueda
No hay comentarios:
Publicar un comentario