lunes, 12 de junio de 2017

Through the Fire and Flames.

¿Recuerdas aquel beso bañado por las últimas luces del día? Fue lluvia, fue viento, fue fuego. Cuando nos apartamos, tenías la mirada de quien las ha pasado putas por amor y la misma sonrisa que la primera vez que nos acostamos.
Y aunque todo haya cambiado, todo sigue igual.
Jax sigue bailando con la Luna cuando no está en nuestro cielo, los gatos siguen corriendo descalzos por los tejados y las espinas de las rosas siguen haciéndonos sangrar. ¿Te cuento un secreto? Vendí mi vida a la misma Muerte por poder tocarte cada madrugada, sin tener en cuenta que podrías ser tú el que se marchara al cambiar de dirección el viento. 
Quise trazar los contornos de la magia que emanabas. Me duele encontrarle patrones al universo, ahora que ya no soy la locura de tu insomnio. Quise volar alto como Ícaro, desaparecer en un pestañeo y aparecer en un suspiro. Me duele que juntos nos vieran como floritura en un pentagrama, como inspiración para hacerlo todo excesivo y como lo que éramos: dos amantes del vicio, pugnando por hacernos oír en un mundo de mediocridad y conformismo. Qué puedo decir. Mi infierno me vino dado en forma de ojos oscuros y pelo largo. 
Quizá te amé por la sensación de libertad que nos embriagaba cuando viajábamos a ninguna parte, con dos mochilas y mil canciones en la recámara. Quizá te amé porque necesitaba que me quemara otro hielo distinto al mío. Y aquí estoy hoy, escribiendo sobre el amor y la vida sin tener una jodida idea de una cosa ni de la otra. Empañando los recuerdos con lágrimas, esperando que el último peón caiga, que la última nota suene, que el último baile acabe. Pero, contra todo pronóstico, fui feliz. Porque pude escribir mientras te veía dormir, porque aprendí a vivir sin motivos, porque dije todo lo que quería decir. Porque me emborraché de sensaciones y alcohol, porque grité al mundo que estaba harta de besos amargos y compromisos, porque pude, por un instante, quitarme todas las máscaras y ser yo. 
Por eso, amor, gracias. Aunque tus manos acaricien otra espalda, aunque tu voz cante para otros oídos, aunque tu corazón, tu desgastado corazón, sangre por otra persona, siempre nos quedará el recuerdo de sabernos inmortales en nuestro pequeño rincón del universo.



Siempre tuya. 

jueves, 1 de junio de 2017

Palabras ajenas #1: La Patria Errante

Cuando cierro mis ojos, aún puedo ver la afilada silueta del Bloodcrow hendiendo la espesa niebla, como una saeta oscura y veloz que se cierne implacable sobre su víctima. Y lo veo a él. Veo a El cazador encaramado sobre el mascarón de proa con forma de cuervo, con la mirada fija al frente, más allá de la punta del Bauprés, y una media sonrisa confiada y temeraria asomándose a sus labios apenas curvados en una sutil mueca. Veo a El Cazador impávido y al viento bailando alrededor suyo y entre ambos el silencio, como si fuesen dos viejos amantes para los que las palabras no tuviesen valor alguno. No, aquel hombre había llegado a una suerte de secreto acuerdo con el viento y había estampado su rúbrica con el salitre de sus velas y la sangre de su alfanje. Aquel hombre acariciaba la madera de la cubierta de su barco con la ternura con la que recorrería la piel desnuda de la mujer de sus sueños y cabalgaba sobre él, como se monta a una furcia de puerto, espoleándolo despiadado contra los elementos. Aquel hombre se lanzaba el primero a la refriega, con la imagen de su navío envuelto en furiosas llamas, justo antes de irse a pique, como el único mausoleo digno de albergar sus huesos, encabezando a sus hombres. A nosotros, que fuimos su única familia durante tanto tiempo.
Fueron muchos los nombres que usaron durante aquellos tres años y tiempo después, para referirse a nosotros. Nos llamaban ladrones, saqueadores, bribones, simples ratas malolientes y anárquicas, ansiosas por abalanzarse sobre un puñado de oro. O piratas. Si, también nos llamaban piratas. Pero solo hay una verdad absolutamente cierta: éramos hombres, hombres llenos de defectos y bajas pasiones, pero también virtuosos a nuestro modo, osados pero supersticiosos, más o menos optimistas o bravucones, avaros, viciosos, borrachos y viles, pero también libres y hermanos, conscientes de la efímera existencia. Hablábamos distintas lenguas y veníamos de distintos rincones del mundo, a cada cual más miserable. Rezábamos a dioses distintos, o no encomendábamos nuestras almas a ninguna entidad más allá de la fortuna. Todos éramos imperfectos, como toscas tallas llenas de astillas, que un carpintero hubiera esculpido en despojos de madera a toda prisa. Pero cuando echo la vista atrás, no recuerdo a ni uno solo de aquellos hombres, por el que no hubiese dado la vida sin dudarlo.
Como ya he dicho, todos nosotros, por separado, no éramos más que hombres, pero juntos conformábamos una pequeña patria errante, con la libertad como única enseña. Quizás lleváramos a cabo algunas acciones moralmente reprochables, pero ¿A caso importaba? Cuando todos empujan el cabrestante bajo un sol de justicia, con las estelas de sudor surcándonos la espalda, cuando achicas agua del casco inundado con un cubo, codo con codo, o cuando cortas el cuello de un hombre que está a punto de acabar con tu hermano en armas, sobre la cubierta de un navío mercante, se generan vínculo que van más allá de la ética e incluso del honor.
Han pasado muchos días desde que me uní a la tripulación del Bloodcrow. Por aquel entonces yo no era más que un niño lampiño, vestido con ropas caras e inocente como un polluelo que acaba de salir del cascarón y es curioso, como a pesar de haber vivido incontables venturas y desventuras y tras probablemente haber agotado casi toda la suerte que me queda para el resto de mi vida, aún recuerdo vívidamente, la cara escéptica de James Hunter, nuestro capitán, la primera vez que me tuvo ante sus ojos y también recuerdo la primera frase que me dedicó, mientras esbozaba una media sonrisa confiada y temeraria: “En el mar, lo único que importa es cuán grande es tu voluntad para hacer valer la ley de tu acero y la certeza de que por muy grande que seas, siempre habrá un pez mayor que tú”




Autor: Alejandro Rueda. Twitter: @Alexpinette FB: Alex Rueda

martes, 18 de abril de 2017

Carta a un amor perdido

Temíamos encontrarnos como se teme la llegada de un largo invierno. Un temor fundamentado en la experiencia del corazón. Cuando nos encontramos, temimos llegar a conocernos demasiado. Un temor basado en la firme creencia de que nuestros más oscuros secretos debían seguir siendo eso, secretos. Y cuando nos conocimos, cuando finalmente nos dejamos amar, cuando nuestras almas se entrelazaron y nuestros cuerpos empezaron a bailar al mismo ritmo, ya era demasiado tarde. Un dios salvaje llamado Tiempo tenía otros planes para nosotros, urdidos bajo la atenta mirada de un dios oscuro y la mano de hierro de un dios de luz. Les debíamos lealtad por encima de nuestros deseos, y no dudaron en hacérnoslo saber. El tapiz que habíamos tejido pronto empezó a deshilacharse. La coraza que tanto nos había costado quemar resurgió de sus cenizas. Y nuestros sentimientos, amor, volvieron al segundo plano del que nunca debieron haber salido. Ahora, con el recuerdo de tu mirada grabado a fuego en mi mente, te escribo desde un lugar apartado a la sombra de la historia. Mis ojos aún deben acostumbrarse a esta repentina oscuridad, pero mi alma vuelve a sentirse como en casa. Juramos algo tan efímero y eterno que a nuestros dioses les entró miedo. Y una ofensa como tal no podía pasar inadvertida. Terminaremos por echar de más aquellas largas horas de deliciosa complacencia, o acabaremos por pasear de la mano de la diosa Locura. Si ser llamados locos es el precio a pagar por conservar nuestro recuerdo, dime, ¿acaso no merece la pena?
No espero tu respuesta, tampoco sé si la quiero. Mientras tanto, seguiré con la tarea que me ha sido encomendada.
Vive, amor, y si Tiempo lo desea, volveremos a encontrarnos.





Siempre tuya.

viernes, 24 de febrero de 2017

Paz

Ese momento de paz los tres segundos después del orgasmo.
Respiración entrecortada, sudor y esa sonrisa sincera. Nos sabemos poderosos en nuestro pequeño rincón del mundo. La guerra ha terminado y hemos ganado ambos. Beso las marcas que he dejado en tu espalda mientras te vistes. Todavía me tiemblan las piernas cuando te acompaño a la puerta. "Buenas noches, pequeña". Te beso la mano como para intentar retenerte aunque sé que es inútil. Te marchas y, poco a poco, voy bajando de mi nube. Vuelvo a mi cuarto, a mi cama, y me hundo entre almohadones que huelen a nosotros. Lentamente, el calor de la pasión deja paso al frío de la soledad y del recuerdo. Cada minuto que pasa me hace más consciente del descosido de mi corazón. Me refugio en las cenizas de nuestro encuentro y me abandono al abrazo de Morfeo. Tu silueta baila a las puertas de mi mente, llamando la atención de un insomnio ya conocido. Su visita termina dejándome en un estado de duermevela que mis manos no dudan en aprovechar. Con parsimonia, me recreo en mis pechos alternando caricias y pellizcos que me arrancan el primer suspiro. Una de mis manos se escabulle entre mis muslos y se dedica a atormentar el centro de mi placer, a lo que respondo con gemidos cada vez más subidos de tono. Mis dedos, hábiles y confiados, danzan entre mis labios a un ritmo que mis caderas no tardan en seguir. El orgasmo llega como un vendaval que sacude mi cuerpo, dejándome en un estado de éxtasis narcisista que borra de mi mente todo pensamiento que no sea el aquí y ahora. Tardo un momento en darme cuenta de que la alarma de las 5:00 está sonando, sacándome de mi ensimismamiento con despreocupada crueldad.
Empieza un nuevo día.